“Asaltaron la comunidad unos bandidos que sembraron
muerte; corrían a la gente matándola por la espalda, una madre desesperada
antes de ser asesinada escondió bajo una roca a su bebé. Una vez que pasó el
terror los sobrevivientes regresaron, buscaron a la niña y la encontraron viva,
pero lamentablemente las hormigas le comieron los ojos y ella quedó ciega. Se
llamaba Martina, fue mi abuela. Un anciano la crió y desde niña aprendió andar
a caballo, tenía destreza para poner el apero. Siendo joven la violaron y nació
mi padre llamado Escolástico. Martina enseñó a mi padre que éramos
comechingones; ella fue informada por el viejito que la crió”. Así comienza su
relato Teresa de Dios Zamora a quien “todo el mundo” la conoce como Chinina.
Ella es una comunera septuagenaria que nació, creció y vive en el territorio
del Pueblo de La Toma, a orillas del Suquía en lo que hoy es Villa Urquiza.
Chinina relata:
“mi mamá se llamaba María Julia Agüero nacida aquí como su padre, mi abuelo,
José. Mi papá se reconocía aborigen, pero decía que la palabra “indio” estaba
prohibida porque “si digo que soy comechingón me van a humillar, me van a
apedrear”.
“Éramos felices
con mis padres; no pasábamos hambre, teníamos chanchos, cabras, ovejas,
caballos, mi padre había construido un rancho con cinco palos, uno atravesaba y
los otros eran varillas con barro amasado. ¡Qué fresquito era en verano y
acogedor en invierno! Éramos cuatro hermanos, todos ellos murieron ya”.
“Pero en el 76 vinieron los militares y otra vez la
misma historia de antaño, se llevaron todo, animales y pertenencias, se llevaron
el carro coche con el que trabajaba mi papá. Nos robaron todo y a los vecinos
también. Nos trasladamos por la orilla del río Suquía hasta el fondo, donde
había unos túneles que se decía eran de los jesuitas, allí nos refugiamos hasta
que pudimos regresar. Con zarandas sacábamos arena del río y la vendíamos,
cuando lográbamos vender algo nos poníamos contentos porque había posibilidad
de comer algo rico…pan”.
“En el 76 yo tenía algo más de veinte años y busqué
trabajo en el Cerro de Las Rosas pero me tiraba más el carro, así que junté a
un par de mujeres que habían tenido carro e hicimos unos catres y con eso
salíamos a recolectar cosas por los barrios ricos del otro lado del Suquía. Los
cargábamos y los dejábamos de aquel lado del río, los hombres con más fuerzas
que nosotras cruzaban las cosas y las ponían en un depósito que habíamos
construido entre todos. Cuando era de noche, todavía estábamos recogiendo
cosas, y cuando veíamos las luces de un patrullero policial o militar nos
escondíamos en la obscuridad. Así estuvimos hasta que mi papá pudo hacer un
carro, y luego ayudó a otros vecinos a conseguir el suyo”.
“Fundé una cooperativa sin papeles pero después que se
fueron los militares crecimos en número y en la necesidad de organizarnos
porque otra vez éramos perseguidos, entonces decidimos ser legales y en el 94
conseguimos la personería jurídica. En
ese tiempo éramos muchísimos, primero mujeres y luego se agregaron los hombres.
Compramos más carros y para evitar que los vecinos se siguieran quejando del
ruido de las ruedas en el asfalto buscamos, en
“la punta del río” donde había autos abandonados, ejes, llantas y ruedas
y así fuimos cambiando la situación. Presidí la cooperativa hasta hace poco.
“Mi papá nos organizaba para los reclamos: cortábamos
la avenida Sagrada Familia y nos alentaba a no tener miedo y a resistir. Hoy la
cooperativa está en una etapa en la que buscamos el reconocimiento social como
trabajadores, que consideren lo nuestro como un trabajo. Mucha gente no quiere
a los carreros, nos tratan de “sucios
vayan a trabajar”, hay como un odio a las personas que andan en carro. La
cooperativa quiere hacer algo para que nos miren con otros ojos, que somos
trabajadores que no les hacemos daño, que cuidamos el medio ambiente, que somos
ecologistas”. Algo tradicional del carrero es la carrera de caballos, por eso
en la rivera del Suquía siempre hacen este tipo de entretenimiento”
“Cuando la gente ve un caballo con hambre se indigna y
tiene razón de hacerlo, pero no se da cuenta que el carrero no lo quiere
hambrear, que él también está con hambre, que los dos están hambrientos, que el caballo y el carrero “andan los dos
sin alma”. Desconocen el sufrimiento del carrero y eso me da mucha tristeza.
¿Cómo no amar a nuestros animales, si ellos además de ser compañeros de vida,
nos ayudan a vivir? No hay que
generalizar. Hay organizaciones que nos están ayudando bien. Hubo un movimiento
de carreros de toda la ciudad de Córdoba, nos convocamos en la Isla de los
Patos y fui la primera que aparecí con mi carro, nos juntamos muchos, pero
intereses personales relacionados con la plata nos dividieron y desarmaron”. Lo
último que me dice Chinina es “queremos que nos miren con otros ojos para que
no nos falten el respeto”.
La relación de esta hermana comunera con Martina está
sostenida y vigente por la empatía e imagino que a través de los ojos de
Chinina cobran vida los ojos ciegos de su abuela y que su lucha es continuación
de aquella que mantuvo viva a la comunidad. En mis oídos resuena un galopar
venciendo el tiempo y siento que estoy ante la misma luchadora de siempre.
"EL COMUNERO"